domingo, enero 28, 2007

El album de mis recuerdos

Hace unos meses me tomaba unas cervezas con ellos. Nos reíamos de la cruel experiencia de las relaciones truncadas. Que lo habían dado todo, que se habían entregado pero que, por unas razones u otras, sus historias de amor no habían terminado con el final hollywodiense que todos esperamos.

Hoy me encuentro con ellos, tan felices. Radiantes. Uno porque vuelve a estar enamorado, pero un amor más aposentado, más sereno, más cómplice, más cercano. Cuando piensas en alguien como mi amigo le deseas algo así, que encuentre alguien que le haga sentirse pleno y pueda hacerse sentir plenitud a los demás, como siempre hace.

Ella, con sus contradicciones, con sus negaciones, se enfrentaba a una nueva etapa después de años de matrimonio que habían terminado. Estaba cansada, muy cansada de un periodo largo, y del que nadie te dice cuándo llegará el final. Hoy comienza a aceptar que también puede y debe ser feliz, que no importa el cuándo, ni el cómo pero sí el qué.

Los dos me habéis hecho ver lo sagrado que es el respeto por uno mismo. Un álbum de fotos jalonará mis recuerdos. En la foto de hoy pondré la de dos amigos que se miran al espejo y se sienten orgullosos, que disfrutan de sí y de los demás y de una etapa dura ya superada. Vendrán otras, pero allí estaremos para hacerles frente, con llantos, risas o bromas.

viernes, enero 19, 2007

Amicitia magna est


¿Habéis hecho alguna vez el ejercicio de pensar en los amigos que tenéis? No en los conocidos, ni en los colegas, sino en los amigos.

Posiblemente lo hayáis realizado en periodos duros o felices de vuestra vida, cuando el hecho de compartir esos momentos se hace más necesario. Son en esos instantes cuando uno necesita a los amigos. Y hay muchas formas de comunicarse con ellos. Unos, utilizan las formas pasivas, aquellas de no dar señales de vida, esperando que la persona, ajena a su ajetreo diario pueda darse cuenta de la llamada de socorro que, como un subterfugio, envía su amigo. No es muy recomendable, porque culpar a un amigo de que no estuvo a tu lado cuando tú no te comunicaste con él, no es justo. Todos tenemos derecho a hacer frente a nuestros problemas, pero si queremos ayuda, hay que pedirla.

Existe otra forma de pedir ayuda. La mezcla de orgullo, de sensibilidad, y de dificultad para reconocer las cosas nos puede llevar a veces a hablar con los amigos esperando que ellos obtengan de nuestras frases la información necesaria para saber que necesitamos ayuda, sin que nosotros seamos lo suficientemente diáfanos en nuestros planteamientos. Si un amigo es realmente un amigo, nos va a querer tanto o más si mostramos cómo somos y cómo nos sentimos. Porque la vulnerabilidad no es sinónimo de debilidad, sino de honestidad. Si somos honestos con nosotros mismos, acabaremos siendo honestos con nuestros amigos y tener personas que nos quieren es un activo que acaba siendo el más importante.

Esto no pretende ser un ensayo sobre qué es la amistad, sino un ejercicio de sinceridad: He aprendido a hablar en mis malos momentos. He aprendido a reconocer cuando sufro, pero como un ejercicio de honestidad personal, como un elemento que me ayuda a crecer y me aleja del lastre del orgullo y las máscaras. Churchill dijo una vez que si quieres que alguien sea tu amigo para siempre, déjale que te haga un favor. El expresar cómo te sientes es a veces un favor hacia el otro, en muchas ocasiones ayudan a nuestros amigos a sentirse más cerca, a poder ser, realmente nuestros amigos y al final nos acaban ayudando. Hay que dejarles, porque a mí también me gusta poder ejercer de amigo cuando me necesitan.

Hay días que no me apetece hablar con nadie, pero aprender a leer estas señales, aprender a confiar en tus amigos, aprender a tenerlos como fuente de inspiración, te hace más fuerte y te llena de esperanza al pensar que nuestra existencia deja huella en los demás.

lunes, enero 15, 2007

Llegados a este punto



Llegados a este punto, uno debería plantearse si está viviendo la vida como le gustaría; si le es satisfactoria; si sigue ilusionándose por las pequeñas cosas.

Llegados a este punto, uno debería aprender a conservar a los viejos amores para poder regresar, de vez en cuando, a aquella historia de amor. Que, aunque terminó, seguro que algo bueno dejó. Y debería saber cómo enamorarse sin dejar de ser uno mismo.

Uno debería tener el valor necesario para alejarse cuando no le aman. Y marcharse con la cabeza alta, porque no es pecado que no nos quieran, Y sí es muy sano haber querido. Llegado a este punto uno debería darse cuenta que el dinero es importante para sobrevivir, pero que con él no se puede comprar un hogar, ni una amistad ni siquiera un verdadero amor. Que el tiempo no espera por nadie y que, aprovecharlo, es sólo Cuestión de entender que, cada minuto de la vida, es un tesoro que se nos regala.

Llegados a este punto, uno debería tener un pasado suficientemente rico en experiencias, como para ser contado al llegar a una edad avanzada Uno debería tener la certeza de que, seguramente, llegar a una edad avanzada y tener dinero guardado en el banco, es inútil si no es para compartirlo con alguien.

Llegados a este punto, uno debería tener la amistad de alguien que siempre le haga reír... y de alguien que le permita llorar. Llegado a este punto, uno debería haber adquirido la buena costumbre de saborear la vida intensamente; porque luego, será demasiado tarde. Llegado a este punto, uno debería tener en cuenta que, por suerte, aún estamos vivos, y que todavía nos quedan muchas cosas por decir.


Inspirado en programa de radio nocturno...a los que quieren amar y quieren ser amados.

sábado, enero 06, 2007

La parada de autobús


Hoy me he descubierto buscando ruido. Sí, buscando romper el silencio. Cuando me sucede ésto, suele ser porque la voz que todos tenemos dentro quiere decir algo que, posiblemente no me va a gustar, y yo prefiero ahogarla con la radio, el CD, la guitarra, la televisión o el móvil.
El otro día la quise escuchar. Así que me fui a la cama un tiempo antes de lo que solía hacer, cuando el sueño todavía no te ha vencido. Y allí estaba ella. Diciéndome que siguiera creyendo en mí, y en mi proceso. Que estaba orgullosa de mi valentía, y que me quería incluso con mis absurdos miedos.

Ahora, a veces, no pongo música. Si alguna vez lo probáis comprobaréis como al igual que en la parada de un autobús, podéis observar el paso de vuestra vida, pero sabiendo que siempre habrá buses a los que subirse, y bajarse, sin por ello darle la espalda a nuestros sentimientos y a esa vocecita que nunca nos engaña.

Noche de Reyes


Discurso de Gaspar a los niños de Alerre, Banastas y Chimillas tras su llegada.


Queridos niños :


En esta noche tan mágica
os traemos ilusión
a todos, vuestros regalos
y algún trozo de carbón

En vuestras cartas leemos
no habéis sido caraduras
habéis querido a to el mundo
y comido las verduras

Que habéis querido a la madre
no os a renegao el padre
querido a vuestros hermanos
y no os meáis en la calle.

Que si una muñeca pepona
que si una camista del Madrid
que si una consola con mando
lo que nos cuesta repartir!!!!!

Espero que os acordéis
de niños que estan sufriendo
que no tienen hoy juguetes
ni pueden estar contentos

A los padres de los niños
deseamos de corazón
que el año 99
les traiga salud y amor.

Del dinero ya no hablamos
que esta muy mal repartido
que nunca toca el gordo
ni la pedrea del niño.

Nos alegramos al ver
que seguis todos majetes
que no quereis a papa noel
y que os quedais con los reyes.

Ahora debemos irnos
para seguir trabajando
que quedan aun muchas casas
y Jesus está esperando

Asi que el año que viene
cuando vengamos de nuevo
seguiremos orgullosos
de los niños de este pueblo.



Un besito fuerte de vuestros Reyes
Gaspar, Melchor y Baltasar.

Cuentos del Colegio


Para Eduardo Quevedo, esté donde esté


El colegio de los Padres Escolapios era lúgubre y vetusto. Recuerdo cuando el Padre Jesús Mari, se afanaba por que practicáramos en sano ejercicio de la oración durante el mes mariano en el patio del colegio con temperaturas que dejaban nuestra narices rojas. Mi madre se empeñaba en que llevara una bufanda que ella misma había tejido, para evitar que me salieran los molestos “sabañones”.

El colegio era una vieja casa, posiblemente perteneciente a algún rico aburguesado de la época de los austrias que un acto de displicencia en los últimos días de su vida, había donado a la Orden.
Solíamos salir a jugar a media mañana en el patio, cuando el Padre Severino, el anciano cura que ejercía las funciones de conserje, tocaba la campana, signo inequívoco de nuestro partido de fútbol.

Nuestra “clase” tenía grandes desconchones en el techo. Se respiraba un permanente aroma de humedad rancia, como cuando se entra en una bodega. Pero todos nosotros nos habíamos acostumbrado. A decir verdad, creo que ninguno lo hubiera cambiado por las impolutas aulas del Colegio de los Jesuitas. La mesa del profesor se encontraba elevada en una especie de altillo de madera aglomerada, y la vieja pizarra mantenía las huellas de la clase anterior, por muy bien que nos empeñáramos en borrarla. Recuerdo qué difícil era meter todo tu cuerpo en aquellas mesas, que habían traído de primaria. Se nos quedaban marcadas las rejas del pupitre en los muslos y los más gamberros jugaban a levantar la mesa con las piernas como si un espíritu les tuviera poseídos.

A lo largo de todas las paredes, colgaban cuadros alegóricos a la paz y felicidad que no se encuentra en este “valle de lágrimas”, de la dificultad de ver el bosque, y metáforas y frases de Tagore, que no entenderíamos hasta unos años después.

En aquella época es cuando conocí a Eduardo Quevedo. No era un niño ni más alto, ni más guapo, ni siquiera más simpático que el resto, pero la lista alfabética nos había hecho coincidir en más de un grupo, y así fuimos cultivando nuestra inocente y prematura amistad. Edu, que así le gustaba llamarse, era un niño de metro y medio, cuyo pelo rizado se encontraba siempre agonizando por una buena ducha.

Tenía los ojos saltones y una mirada alegre, rodeada de una luz especial. Su tez era muy oscura y tenía todos sus brazos cubiertos por calcomanías que había encontrado en el zaguán de su hermano mayor. Siempre mascaba un gran chicle de fresa ácida y cuando ya no le conseguía extraer más sabor, lo pegaba con fuerza en aquellas diminutas mesas para que cualquier incauto colegial fuera pasto de su enjundia. Le encantaba introducirse su dedo índice en la nariz y cuando creías que era imposible que los conductos nasales pudieran aguantar esa presión extraía con sumo cuidad una mucosidad de lo más profundo de sus entrañas.

Era un niño sucio y descuidado. El resto de la clase solía burlarse de él por sus extravagancias. De hecho, el no hacía travesuras, realizaba “desmanes”, como solía repetir a modo de chufla tras la primera bronca con la que le obsequió el Padre Rafael. No existían clases sociales, ni estereotipos, pero a pesar de nuestra corta edad, era capaz de dibujar su entorno familiar. Sabía que detrás de esa mirada alegre, se encontraba un niño triste. Yo tenía fama de acercarme a aquellos seres algo marginales que deambulaban a esa corta edad por la clase, más por un acto inconsciente que por la caridad cristiana que promulgaban los padres en las clases de Religión. Así que, sin proponérmelo, fui forjando una amistad con aquel chico de barrio que poco tenía que ver conmigo, o al menos eso creía.

Al cabo de unos meses Edu y yo solíamos ir juntos al colegio. Al salir de clase, nos acercábamos a una pequeña charca en busca de ranas, que el solía utilizar para macabros experimentos. Él me enseñó a descubrir lo que podía haber detrás de una clase, a que, fuera de aquel viejo colegio, había otra vida que merecía la pena vivir.

Recuerdo el día en que cumplía nueve años. Mis padres me permitieron llamar a algunos amigos e invitarlos para pasar un tarde en mi casa: Regalos, música, y una gran tarta de chocolate como solía preparar mi madre. Cuando estábamos ya todos reunidos, sonó el timbre y apareció Edu. El resto de mis amigos, se miraron extrañados sin concebir que aquel pobre chico algo alocado y muy “raro” estuviera en aquella fiesta. Durante toda la tarde Eduardo fue ignorado. Se limitó a mirar por la ventana y a jugar con una vieja peonza de mi hermano mayor. Yo, no entendía por qué y odié a mis compañeros por aquello. Creo que fue el cumpleaños más absurdo que he tenido en mi vida. Al despedirse se rió como él solía hacer, levantando la comisura izquierda del labio y me dio la mano pegándome uno de sus enormes y mascados chicles de fresa ácida.

Cuando eres niño, no haces las cosas esperando que alguien te las devuelva. Por eso nunca creí que al cabo de unos meses Edu iba a invitarme a su casa a ver un capítulo de “V” a su casa. Me interesaba la idea de conocer su hogar. La casa de aquel chico marginado sobre el que todos habían ido desarrollando la historia paralela de su vida. Unos decían que su madre había sido internada en el Psiquiátrico de Barbastro, otros que su padre era el Padre Rafael, o que le habían abandonado en el río Vero y ahora vivía en una chabola a las afueras de la ciudad. Yo no era un niño valiente, ni tan siquiera aventurero, pero la historia de Edu había adquirido la categoría de mito, y quería ser el primer niño que conociera realmente qué había detrás de esos vivos ojos.
Aquel sábado debía haber estado como monaguillo en Misa de ocho, pero decidí acompañar a Eduardo. La mala conciencia no duró más de media hora, el tiempo que tardamos en llegar a su casa. Por el camino, el alumbrado público de alguna de las farolas se encendía y apagaba y proyectaba extrañas sombras en el suelo que acrecentaban el miedo al imaginarme aquel lugar. Cuando quise darme cuenta habíamos llegado.

Vivía en una casa. Nada de viejas chabolas o cartones viejos. Llamó al portero automático y una voz de mujer nos invitó a subir.

Una puerta con la figura de un “Jesucristo” se abrió ante nosotros. La señora que sostenía la puerta mantenía una enorme sonrisa y me saludó por mi nombre. Al entrar en el salón una gran merienda nos estaba esperando. El salón era un espacio amplio donde dos sillones en forma de L abrazaban el entorno de una televisión. Encima de ésta, fotos de familia, un viejo plato recuerdo de Santander, y algo más de decoración sesentera daba paso a unos armarios con cristales tintados.

En la parte de detrás una mesa de comedor, para las grandes ocasiones.
Su madre, una mujer alegre y vivaracha se sentó con nosotros. Tenía la sensación de que debía cuidar como nadie a aquel primer amigo que Edu había llevado a casa. Era un tesoro, una joya que alejaba los temores de pensar que su hijo era asocial.

Jugamos toda la tarde. Al principio con los clics, y con viejos trenes de madera, pero luego comenzamos a inventarnos juegos e historias. Eduardo era una de las personas más imaginativas que he conocido en toda mi vida. Incluso para la mentalidad de un niño su mente era genial. En aquella tarde estuvimos en Estambul, en el faro de Constantinopla, en Disneyword, en lugares que ni siquiera sabíamos colocar en el mapa. Éramos capaces de viajar con tanta rapidez con la imaginación, que cuando volvíamos siempre solíamos tener una sonrisa cómplice.

Cuando mi vida tenía sentido, mi madre nos sentó a mi y a mis hermanos en el sofá del salón. Mi padre había sido destinado a otra ciudad y debíamos abandonarlo todo, de nuevo. Recuerdo que me sentí triste. Odie a mi padre, a mi madre, por arrebatarme mi felicidad. LA felicidad de un niño de nueve años. Nadie habló. Nadie gritó, ni se enfadó. Todos habíamos aprendido a respetar el trabajo de mi padre, y sabíamos que injusto o no debíamos irnos. Mi hermano mayor suspiró y me miró apenado sin poderme dar una respuesta convincente de lo que estaba pasando. Yo fui hacia mi cuarto y lloré durante varias horas. Lloré mientras colocaba la almohada en mi boca para que nadie pudiera oír mis lamentos.

Recuerdo que era incapaz de hablar con Edu. El me invitaba a salir al patio. Había conseguido que jugara al fútbol y ahora todos los niños le aceptaban. Siempre creía que ambos nos enseñamos cosas.

El último día me acerqué a él. Todavía no acierto a entender de dónde sacamos ese sentimiento tan profundo, pero al mirarlo le dije que debía irme, que, posiblemente nunca más nos volveríamos a ver. El calló. Extendió de nuevo su mano, y volvió a pasarme el chicle de fresa ácida mientras una lágrima se deslizaba por su mejilla.


Habían pasado más de quince años cuando volvía al pueblo. Fui primero a casa de Alberto Sánchez, otro niño-freaky, que solía buscar las mejores notas y levantaba con ahínco el brazo cuando preguntaba el Padre Rafael. Sabía recitar poemas enteros de Machado…. Fuimos a un bar y me invitó a una cerveza. Hablamos de nuestras cosas y de cómo se había convertido en un ingeniero, con ya poco pelo, pero ingeniero. Le pregunté por Eduardo.

Se extrañó que todavía no lo supiera. Eduardo había dejado el colegio. Su madre había muerto de un cáncer y él no había vuelto a hablar con nadie. Hace dos años cuando parecía que había vuelto a recordar su “cordura” fue al garaje de su casa, y sin dar explicaciones, encendió el motor de su coche mientras mantenía las ventanillas bajadas.

Todavía la gente se pregunta el por qué. Yo ya no lo hago. Sé que dentro de él, siempre hubo algo que le incitó a volar más allá, quizás más lejos de una realidad que ya no le respetaba su parcela para soñar.

Cuando a menudo siento que esa realidad empieza a ser pequeña, pienso en Eduardo, y en aquella amistad que todavía hoy me enseña a seguir soñando cuanto más absurdo es el mundo que me rodea.

jueves, enero 04, 2007

Cuando tenía veinte años

Cuando tenía veinte años, soñaba con los treinta.

Soñaba con un equilibrio que me había trabajado durante la década que me aguardaba llena de sorpresas y cosas estupendas. Soñaba con una vida llena de plenitud, albergando esperanzas de que todo lo que estaba descubriendo, aprendiendo, experimentando y estudiando se concretaría en una persona, casi sobrehumana.

Cuando tenía veinte años era, en el fondo un iluso, que se ilusionaba. Hoy tengo treinta y a menudo me apetece tomarme una cerveza con aquel chaval de veinte años, pero no me coge el teléfono. Hoy sueño más con el fin de semana que con la semana. De hecho, creo que sueño demasiado. Sueño hasta el punto de escapar de algunas de las realidades que me rodean.

Cuando tenía veinte años no escapaba, soñaba por ilusión.

En mi casa tengo dos plantas. A una de ellas, inconscientemente, la he cuidado más y la tengo en el centro de mi pequeño apartamento. La otra la coloqué en una estantería y casi no le da el sol. Ahora cuando llego a casa, tiendo a despreciar a mi "favorita" y me fijo en la que abandoné. Se le han caído las flores y sus hojas están secas, como los campos de mi tierra.

Gran parte de mis objetivos se arrinconaron, dejaron paso a cierto humo y espuma de sueños que no eran míos pero que podía, temporalmente poner en el "centro" de mi vida. Cuando ahora llego a mi propia vida, siento que es la parte de mi yo que abandoné la que tiene más valor, y que sus hojas necesitan volver a cobrar la fuerza, desbancando a la parte más "exitosa" pero mucho menos feliz.

El clown, el submarinismo, el parapente, la guitarra, el arte, lo social, han sido un buen abono, pero sólo han salvado la planta. Llega la hora de buscar un abono que llegue hasta el fondo de la raíz, algo que alimente su savia, que la llene de vida, de valores. Entonces desbancará a la planta preferida. Quizás no tenga las flores tan bonitas, pero dará gusto verla.